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Desde hace casi un cuarto de siglo, el mundo del alpinismo premia las mejores actividades del año, entregando a sus protagonistas un simbólico piolet de oro. La japonesa Kei Taniguchi, fallecida el pasado 22 de diciembre en su país, en el Monte Kuro, es la única mujer galardonada con tan prestigioso premio. Fue en 2009, el año de la refundación de unos premios que decidieron no señalar ganadores o perdedores: “Los galardonados son los embajadores de un arte, una pasión”, explicó entonces el británico Doug Scott. Entre el 26 de septiembre y el 7 de octubre de 2008, Taniguchi y su compañero Kazuya Hiraide firmaron en estilo alpino la primera ascensión a la cara suroeste del Kamet (7.756 metros, India), un alucinante viaje de exploración en un terreno comprometido de alta montaña. El galardón zanjó para siempre el debate de los géneros en montaña: las mujeres alpinistas son tan grandes como los hombres. Tamaña realidad solo es contestada por un cada vez más aislado y rancio pensamiento de macho alfa.
La historia del alpinismo rebosa de muertes “absurdas”, por inesperadas e impensadas: ¿por qué los mejores alpinistas escapan de peligros y riesgos extremos para perecer después en gestos de montaña rutinarios? Al alcanzar un terreno sencillo, Kei Taniguchi se desencordó de sus compañeros en las inmediaciones de la modesta cima del Monte Kuro (1.984 m), en el macizo Daisetsuzan de la isla japonesa de Hokkaido. Un resbalón tonto explica, según los testigos, su muerte.
Nacida el 14 de julio de 1972, Taniguchi se asomó al alpinismo desde la literatura, admirando los relatos de la vida de un compatriota, el explorador Naomi Uemura, primer japonés en coronar el Everest, plantarse en el Polo Norte y ascender el Denali. La muerte de Uemura, en 1984, durante un intento al Denali en invierno, precipitó los sueños de Taniguchi, que estrenó en esa misma montaña su colección de grandes cimas. Fue en 2001, y para cuando regresó al campo base la japonesa ya había decidido dedicar su vida a las montañas. Nunca traicionó su decisión, y siempre antepuso el deseo de explorar montañas remotas a la simple búsqueda de la dificultad. Pero su enorme perfil técnico le permitió recorrer montañas olvidadas completando, al tiempo, complejas escaladas como en el Namu-nani-feng (7.694 m, Tíbet). El último número de la prestigiosa revista Alpinist homenajea a las grandes alpinistas del momento. En sus páginas figura Taniguchi: “Me atraen las alturas porque soy bajita (de esta manera puedo disfrutar del aire puro y vistas dominantes sobre cualquier otra persona): imagina como me siento cuando estoy en el metro de Tokio, dentro de un vagón el cual esta lleno de gente más alta que yo, que no me dejan ver ni respirar). También me atrae el deseo de sentir el trabajo de la naturaleza sin artificios. En muchas cimas estoy obligada a ver lo pequeños e impotentes que somos los humanos comparado con el absoluto de lo salvaje. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de nuestro potencial ilimitado, decido si enfrentarme a la dureza de la montaña o no, si subir o bajar, derecha o izquierda. Nadie me obliga. Nadie me lleva de la mano”.
Taniguchi pedía a las montañas volver “sana y salva, recibir experiencias bellas y aprender buenas maneras para poder esculpir” su propia vida.
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